Los Antiguos Caldeos
Los antiguos cananeos
Ya en el siglo XXII a.C., las poblaciones de los cananeos se empezaron a formar en Siria-Palestina, y sus habitantes fueron intermediarios entre los protoliterarios de Mesopotamia y los obeidienses de Egipto. En el siglo XIX a.C., las ciudades sirias aumentaron su población, y 200 años después fueron dominadas por los egipcios.
Entre los siglos XXI Y XIX se producen los grandes desplazamientos amorinas hacia Siria-Palestina y Babilonia; hacia el 1770 a.C., Egipto perdió su poder en la zona, que cayó ante los hurritas en el 1650. En el 1550, vuelven a dominar los egipcios, quienes se mantienen en la cima de la escala social de Siria-Palestina hasta las invasiones tribales que la dividieron definitivamente.
Los habitantes y su entorno
Siria, también conocida como Siria-Palestina, se ubicó en la región limitada al nordeste por el Éufrates y al sur por el desierto sirio, en la costa oriental del Mediterráneo. Los primeros habitantes de la zona pertenecieron a un pueblo semítico cuyo dialecto provenía de un viejo idioma cananeo; su arribo a Siria parece haberse dado hace unos seis mil años, y sus características raciales pertenecían a las de los pobladores del Mediterráneo.
A mediados del siglo XIII a.C., la vieja comarca cananea se dividió en tres partes Aram, Fenicia y Palestina, en cuya región se establecieron las tribus de Israel, sumando sus fuerzas a las de otros pueblos.
El asentamiento de Palestina se enclavó al sur del monte Hermón; en el siglo XII antes de la era cristiana, los filisteos ocuparon la llanura costera que se encuentra al lado sur del monte Carmelo, obligando a los israelitas a correr la frontera de su país hasta la llamada Shegelah o nación de los cerros bajos.
Los arameos
Estos hombres se caracterizaron por su gran habilidad comercial; se les podía hallar entre los babilonios, los asirios, los hititas e inclusive los egipcios. Su idioma era bastante parecido a todos los demás, como adaptación suya, como método para hacerse entender en cualquier pueblo al que llegaran a ofrecer sus productos.
Establecieron sus ciudades-estado en los terrenos que invadieron en la zona cananea. Como los arameos empleaban constantemente la escritura para hacer sus cuentas, les resultaba complicado el alfabeto cuneiforme, al igual que las tablillas en que éste se imprimía, razón por la cual tomaron para sí la tinta de los egipcios y las letras de los fenicios. Estos signos se fueron extendiendo en las demás naciones y llegaron a Grecia, en donde evolucionaron hasta constituir el actual abecedario latino.
Los grandes mercaderes arameos preferían su actividad a la de la guerra; no obstante, cuando debían enfrentar a los enemigos que trataban de imponerse en sus ciudades, lo hacían bastante bien, muestra de lo cual es que uno de sus centros urbanos más importantes, Damasco, permaneció libre por más de tres siglos, mientras las demás ciudades caían ante la arremetida de los asirios.
Los orígenes israelitas
El nacimiento de la religión israelita se da en el período patriarcal, entre los siglos XX y XVI a.C. Las sagas de los relatos del Pentateuco dan a conocer los aspectos de las viejas doctrinas de Israel. Todo cuanto se puede referenciar sobre la historia de este pueblo depende estrictamente de la escritura épica religiosa. Según ella, Israel remonta sus antepasados a los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob, a quienes el Dios Jahveh prometió la tierra de Canaán (Palestina, Tierra de promisión).
Las tradiciones hablan de la fundación de templos sagrados como los de Berseba, Mambré y el del árbol, junto a Siquem, todos ellos a cargo de los patriarcas. Al parecer, estos sabios eran pastores nómadas que venían de alguno de los límites de Palestina y, aunque las fechas de las que datan los testimonios de sus vidas no son muy fehacientes, algunos nombres que participan en ellas se conjugan con los de los reyes que gobernaban en otras regiones en los siglos XIX y XVIII antes de Cristo.
El antepasado de Israel es Jacob, pues sus hijos son los epónimos de las doce tribus, las mismas que continuaron con el culto al Dios de Abraham e Isaac, debido a las promesas que habían recibido. En el Éxodo se dice que los hebreos permanecieron cerca de 400 años en Egipto, época que tuvo comienzo en la bajada de José y sus hermanos al país de los faraones, en la que, como era su costumbre, se asentaron pacíficamente en algún campo para pastorear su ganado. No obstante, la verdadera historia de este pueblo se inicia con Moisés, quien vivió por la misma época de Ramsés II, con la salida de sus huestes de tierra egipcia, que se convirtió desde entonces en el fundamento principal de la fe hebrea. La esclavitud israelita estuvo marcada por la obligación que se les impuso para que edificaran las ciudades de Pitón y de Ramsés, en las que constituyeron la mayor parte de la mano de obra.
El maltrato vino a terminar con el nacimiento de Moisés, el “rescatado” de las aguas del Nilo, quien parece haber sido un hombre de gran carisma, excelente orador y buen narrador, como lo demuestra el Pentateuco, texto que se le atribuye. Pese a que Moisés ha perdido mucho de su valor en manos de los críticos actuales, los hebreos le atribuyen la fundación de su religión, la organización de su culto y la calidad de profeta y puente entre Jahveh (nombre revelado a Moisés en Madián, por lo que se piensa que el culto a este dios tiene ancestro mandianita) y la tierra.
La huida de Egipto y la época de los jueces
Luego de varias insinuaciones de Moisés al faraón egipcio en torno a la liberación de los hebreos y a la potestad de éstos para marchar adonde lo desearan, así como a la negativa del monarca de permitir tal hecho, Egipto sufrió, según la Biblia, el azote de las diez plagas. Cuando por fin los hebreos se establecieron en el Sinaí, luego del célebre cruce del mar Rojo, Jahveh les dio sus leyes civiles y religiosas, estableciendo así un pacto entre él y su pueblo.
Durante 40 años los hebreos permanecieron en el Sinaí esperando el momento preciso para caer sobre la Tierra Prometida. Moisés murió antes que se lograra la conquista, que al parecer fue pacífica, razón por la cual fue liderada por Josué, quien estableció a sus compatriotas en Palestina, en la forma en que ya se ha explicado.
En el 1200, pese a que Israel había corrido con buena suerte a la hora de poblar los territorios, que —según su dios— eran suyos, algunos clanes cananeos se resistían a ceder sus campamentos; además, otros pueblos llegaron al mismo lugar y con los mismos fines de los hebreos, y por ello, sólo cuando David ascendió al trono el país pudo consolidarse totalmente.
La liga de tribus israelitas afrontó serios inconvenientes antes de lograr un período de relativa paz. Una de las más serias batallas se libró en el 1125 a.C. en contra de los cananeos. El recuerdo de esa contienda, ganada por la liga, está narrado en la Canción de Débora —Jueces, 5—. No obstante que los ataques continuaban, los imperios vecinos veían a los asentamientos de Israel como un botín fácil de alcanzar, sobre todo por la alejada relación entre las tribus, sólo albergadas bajo el poder de los jueces. Lo anterior se vio reflejado cuando, en el 1050 antes de Cristo, los filisteos doblegaron a los hebreos sin que Samuel, el último de los jueces, pudiera hacer nada para evitarlo.
La monarquía
La situación obligó a cambios radicales en el gobierno de Israel. En el 1020 a.C., Saúl fue elegido rey, con lo que el país inició su período monárquico. La capital de Saúl fue Gibea, y pese a que en principio tuvo éxito en sus enfrentamientos con los filisteos, la batalla de Gilboa lo dejó totalmente derrotado. En el 1006 a.C., David asume el trono de Judá, y en poco tiempo obtiene la unificación de Israel, constituyendo el imperio palestino e instaurando como capital a Jerusalén. Luego de lo anterior, y apoyándose en la poderosa fe religiosa de sus súbditos, David obtuvo el triunfo sobre los filisteos y puso bajo su mando algunos otros territorios, al punto de que cuando murió, su reino se extendía desde el Éufrates hasta el golfo de Akaba.
Las recopilaciones literarias de los Jueces, que fueron acopiadas en tiempos de David y lograron un nuevo despertar de los dogmas de Jahveh, se vinieron pronto abajo cuando Salomón ascendió al mando de Palestina. Pronto dio comienzo a la erección de grandes templos con los cuales el rey esperaba crear un imperio al estilo oriental; además, se centralizó el poder del Estado constituyendo distritos en vez de los antiquísimos órdenes tribales, todo con el fin de hacer más fácil la recaudación de los impuestos.
Las tropas del ejército alcanzaron un número jamás visto, y muchos carros, tirados por caballos, fueron puestos al servicio de los soldados. Las relaciones con las dinastías vecinas fueron cordiales; con Hiram de Tiro se constituyó un importante flujo comercial en el Mediterráneo; con Arabia del Sur se controló el tráfico de incienso y especias; por último, con Egipto, se dio forma al monopolio de los caballos y los carros.
La nueva división del imperio
Desde antes de la muerte de Salomón, ocurrida en el 922 a.C., los problemas del rey con las tribus del norte, a raíz de sus acciones en contra de las tradiciones de Jahveh, habían dividido a Palestina nuevamente. Jeroboam I tomó el trono de Israel, es decir del norte, y el hijo de Salomón, Rehoboam, sucedió a su padre en el primer sillón de Judá.
Durante los dos siglos siguientes a la posesión de Jeroboam I en Israel, varias fueron las dinastías que reinaron en ese país; la primera, por supuesto, fue la suya, en la que se destacó la manera como el monarca intentó debilitar el culto de Jerusalén, a partir de la creación de uno nuevo, realizado en el santuario patriarcal de Bethel. El hijo de Jeroboam, Nadab, sólo pudo gobernar un año, el 901 a.C., pues Basá, el creador de la segunda dinastía, le dio muerte para acceder al dominio de la nación. Basá trató de reiniciar los conflictos con Judá, pero salió mal librado, gracias a las alianzas del soberano de ese territorio con los Arameos de Damasco. Elá, hijo de Basá, fue asesinado dos años luego de iniciar su reinado, en el 875 a.C., hecho cuya culpabilidad se atribuye a Zimrí, quien un par de meses después de cometer el crimen pereció a manos de Omrí, fundador de la III dinastía.
La casa monárquica de Omrí duró cerca de 40 años y a ella pertenecieron Ajab, Acozías y Jorám. En la época de Ajab surge una de las más descollantes figuras israelitas, el profeta Elías, que batalló contra la soberana consorte, Jezabel, debido a que ésta protegía la adoración de Baal, dios de Tiro. En el 840 a.C., los omriitas dejan su puesto a la dinastía de Jehú, un soldado que decidió atacar a los monarcas gracias al consejo de Eliseo.
Los arameos intentaron entonces y por muchos años la conquista de Israel. La dinastía de Jehú, incluyendo a su último representante, Zacarías, tuvo que guerrear continuamente para no perder sus territorios. Zacarías fue muerto por Sallum, y éste a su vez por Menajem. Pegajyá, rey de los israelitas entre el 738 y el 736, murió por la espada de Pégaj, quien se alió con los arameos para atacar a Asiria, con tal mala suerte que al solicitar la ayuda de Ajaz de Judá, este monarca se negó y llamó a los asirios para que arrasaran a Israel y a Damasco, como en efecto aconteció en el 732 a.C. Para terminar la historia antigua de los israelitas, Sargón II dijo haber capturado cerca de 28 mil israelitas cuando terminaba ese siglo de los 700 a.C. Los de Judá, por su parte, lograron preservar por mayor tiempo la pureza de su religión, tal vez apelando al vasallaje que pagaron para permanecer en relativa libertad; no obstante, en el 587 a.C., Nabucodonosor destruyó a Jerusalén y condujo a los judíos hasta Babilonia, donde permanecieron cautivos por 70 años, tiempo que aprovecharon para recopilar las sagradas escrituras.
Años después, los persas les permitieron regresar a su hogar; pero cuando los griegos pasaron a ocupar el poder del Próximo Oriente, Judá fue campo de batalla para sirios y egipcios. De todos modos, sorteando las persecuciones religiosas, muchos judíos llegaron a habitar en Alejandría. En el año 63 antes de nuestra era Palestina pasó a formar parte del imperio romano, y poco más tarde Herodes fue nombrado como su rey, depuesto luego por su crueldad. Cuando en el año 67 d.C. los romanos pretendieron obligar a los judíos a que rindieran culto al emperador del país, una sublevación estalló en el centro de Jerusalén, por lo cual Tito la destruyó casi totalmente. Pocos de los descendientes de los pobladores de Judá se salvaron, y los que así lo hicieron fueron vendidos como esclavos. Es en ese instante cuando los judíos vuelven a ser un Estado sin territorio que habitar, hecho que se solucionaría a mediados del siglo XX de nuestra era, ocasionando los inconvenientes que han puesto tantas veces en peligro la paz mundial.
Ya en el siglo XXII a.C., las poblaciones de los cananeos se empezaron a formar en Siria-Palestina, y sus habitantes fueron intermediarios entre los protoliterarios de Mesopotamia y los obeidienses de Egipto. En el siglo XIX a.C., las ciudades sirias aumentaron su población, y 200 años después fueron dominadas por los egipcios.
Entre los siglos XXI Y XIX se producen los grandes desplazamientos amorinas hacia Siria-Palestina y Babilonia; hacia el 1770 a.C., Egipto perdió su poder en la zona, que cayó ante los hurritas en el 1650. En el 1550, vuelven a dominar los egipcios, quienes se mantienen en la cima de la escala social de Siria-Palestina hasta las invasiones tribales que la dividieron definitivamente.
Los habitantes y su entorno
Siria, también conocida como Siria-Palestina, se ubicó en la región limitada al nordeste por el Éufrates y al sur por el desierto sirio, en la costa oriental del Mediterráneo. Los primeros habitantes de la zona pertenecieron a un pueblo semítico cuyo dialecto provenía de un viejo idioma cananeo; su arribo a Siria parece haberse dado hace unos seis mil años, y sus características raciales pertenecían a las de los pobladores del Mediterráneo.
A mediados del siglo XIII a.C., la vieja comarca cananea se dividió en tres partes Aram, Fenicia y Palestina, en cuya región se establecieron las tribus de Israel, sumando sus fuerzas a las de otros pueblos.
El asentamiento de Palestina se enclavó al sur del monte Hermón; en el siglo XII antes de la era cristiana, los filisteos ocuparon la llanura costera que se encuentra al lado sur del monte Carmelo, obligando a los israelitas a correr la frontera de su país hasta la llamada Shegelah o nación de los cerros bajos.
Los arameos
Estos hombres se caracterizaron por su gran habilidad comercial; se les podía hallar entre los babilonios, los asirios, los hititas e inclusive los egipcios. Su idioma era bastante parecido a todos los demás, como adaptación suya, como método para hacerse entender en cualquier pueblo al que llegaran a ofrecer sus productos.
Establecieron sus ciudades-estado en los terrenos que invadieron en la zona cananea. Como los arameos empleaban constantemente la escritura para hacer sus cuentas, les resultaba complicado el alfabeto cuneiforme, al igual que las tablillas en que éste se imprimía, razón por la cual tomaron para sí la tinta de los egipcios y las letras de los fenicios. Estos signos se fueron extendiendo en las demás naciones y llegaron a Grecia, en donde evolucionaron hasta constituir el actual abecedario latino.
Los grandes mercaderes arameos preferían su actividad a la de la guerra; no obstante, cuando debían enfrentar a los enemigos que trataban de imponerse en sus ciudades, lo hacían bastante bien, muestra de lo cual es que uno de sus centros urbanos más importantes, Damasco, permaneció libre por más de tres siglos, mientras las demás ciudades caían ante la arremetida de los asirios.
Los orígenes israelitas
El nacimiento de la religión israelita se da en el período patriarcal, entre los siglos XX y XVI a.C. Las sagas de los relatos del Pentateuco dan a conocer los aspectos de las viejas doctrinas de Israel. Todo cuanto se puede referenciar sobre la historia de este pueblo depende estrictamente de la escritura épica religiosa. Según ella, Israel remonta sus antepasados a los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob, a quienes el Dios Jahveh prometió la tierra de Canaán (Palestina, Tierra de promisión).
Las tradiciones hablan de la fundación de templos sagrados como los de Berseba, Mambré y el del árbol, junto a Siquem, todos ellos a cargo de los patriarcas. Al parecer, estos sabios eran pastores nómadas que venían de alguno de los límites de Palestina y, aunque las fechas de las que datan los testimonios de sus vidas no son muy fehacientes, algunos nombres que participan en ellas se conjugan con los de los reyes que gobernaban en otras regiones en los siglos XIX y XVIII antes de Cristo.
El antepasado de Israel es Jacob, pues sus hijos son los epónimos de las doce tribus, las mismas que continuaron con el culto al Dios de Abraham e Isaac, debido a las promesas que habían recibido. En el Éxodo se dice que los hebreos permanecieron cerca de 400 años en Egipto, época que tuvo comienzo en la bajada de José y sus hermanos al país de los faraones, en la que, como era su costumbre, se asentaron pacíficamente en algún campo para pastorear su ganado. No obstante, la verdadera historia de este pueblo se inicia con Moisés, quien vivió por la misma época de Ramsés II, con la salida de sus huestes de tierra egipcia, que se convirtió desde entonces en el fundamento principal de la fe hebrea. La esclavitud israelita estuvo marcada por la obligación que se les impuso para que edificaran las ciudades de Pitón y de Ramsés, en las que constituyeron la mayor parte de la mano de obra.
El maltrato vino a terminar con el nacimiento de Moisés, el “rescatado” de las aguas del Nilo, quien parece haber sido un hombre de gran carisma, excelente orador y buen narrador, como lo demuestra el Pentateuco, texto que se le atribuye. Pese a que Moisés ha perdido mucho de su valor en manos de los críticos actuales, los hebreos le atribuyen la fundación de su religión, la organización de su culto y la calidad de profeta y puente entre Jahveh (nombre revelado a Moisés en Madián, por lo que se piensa que el culto a este dios tiene ancestro mandianita) y la tierra.
La huida de Egipto y la época de los jueces
Luego de varias insinuaciones de Moisés al faraón egipcio en torno a la liberación de los hebreos y a la potestad de éstos para marchar adonde lo desearan, así como a la negativa del monarca de permitir tal hecho, Egipto sufrió, según la Biblia, el azote de las diez plagas. Cuando por fin los hebreos se establecieron en el Sinaí, luego del célebre cruce del mar Rojo, Jahveh les dio sus leyes civiles y religiosas, estableciendo así un pacto entre él y su pueblo.
Durante 40 años los hebreos permanecieron en el Sinaí esperando el momento preciso para caer sobre la Tierra Prometida. Moisés murió antes que se lograra la conquista, que al parecer fue pacífica, razón por la cual fue liderada por Josué, quien estableció a sus compatriotas en Palestina, en la forma en que ya se ha explicado.
En el 1200, pese a que Israel había corrido con buena suerte a la hora de poblar los territorios, que —según su dios— eran suyos, algunos clanes cananeos se resistían a ceder sus campamentos; además, otros pueblos llegaron al mismo lugar y con los mismos fines de los hebreos, y por ello, sólo cuando David ascendió al trono el país pudo consolidarse totalmente.
La liga de tribus israelitas afrontó serios inconvenientes antes de lograr un período de relativa paz. Una de las más serias batallas se libró en el 1125 a.C. en contra de los cananeos. El recuerdo de esa contienda, ganada por la liga, está narrado en la Canción de Débora —Jueces, 5—. No obstante que los ataques continuaban, los imperios vecinos veían a los asentamientos de Israel como un botín fácil de alcanzar, sobre todo por la alejada relación entre las tribus, sólo albergadas bajo el poder de los jueces. Lo anterior se vio reflejado cuando, en el 1050 antes de Cristo, los filisteos doblegaron a los hebreos sin que Samuel, el último de los jueces, pudiera hacer nada para evitarlo.
La monarquía
La situación obligó a cambios radicales en el gobierno de Israel. En el 1020 a.C., Saúl fue elegido rey, con lo que el país inició su período monárquico. La capital de Saúl fue Gibea, y pese a que en principio tuvo éxito en sus enfrentamientos con los filisteos, la batalla de Gilboa lo dejó totalmente derrotado. En el 1006 a.C., David asume el trono de Judá, y en poco tiempo obtiene la unificación de Israel, constituyendo el imperio palestino e instaurando como capital a Jerusalén. Luego de lo anterior, y apoyándose en la poderosa fe religiosa de sus súbditos, David obtuvo el triunfo sobre los filisteos y puso bajo su mando algunos otros territorios, al punto de que cuando murió, su reino se extendía desde el Éufrates hasta el golfo de Akaba.
Las recopilaciones literarias de los Jueces, que fueron acopiadas en tiempos de David y lograron un nuevo despertar de los dogmas de Jahveh, se vinieron pronto abajo cuando Salomón ascendió al mando de Palestina. Pronto dio comienzo a la erección de grandes templos con los cuales el rey esperaba crear un imperio al estilo oriental; además, se centralizó el poder del Estado constituyendo distritos en vez de los antiquísimos órdenes tribales, todo con el fin de hacer más fácil la recaudación de los impuestos.
Las tropas del ejército alcanzaron un número jamás visto, y muchos carros, tirados por caballos, fueron puestos al servicio de los soldados. Las relaciones con las dinastías vecinas fueron cordiales; con Hiram de Tiro se constituyó un importante flujo comercial en el Mediterráneo; con Arabia del Sur se controló el tráfico de incienso y especias; por último, con Egipto, se dio forma al monopolio de los caballos y los carros.
La nueva división del imperio
Desde antes de la muerte de Salomón, ocurrida en el 922 a.C., los problemas del rey con las tribus del norte, a raíz de sus acciones en contra de las tradiciones de Jahveh, habían dividido a Palestina nuevamente. Jeroboam I tomó el trono de Israel, es decir del norte, y el hijo de Salomón, Rehoboam, sucedió a su padre en el primer sillón de Judá.
Durante los dos siglos siguientes a la posesión de Jeroboam I en Israel, varias fueron las dinastías que reinaron en ese país; la primera, por supuesto, fue la suya, en la que se destacó la manera como el monarca intentó debilitar el culto de Jerusalén, a partir de la creación de uno nuevo, realizado en el santuario patriarcal de Bethel. El hijo de Jeroboam, Nadab, sólo pudo gobernar un año, el 901 a.C., pues Basá, el creador de la segunda dinastía, le dio muerte para acceder al dominio de la nación. Basá trató de reiniciar los conflictos con Judá, pero salió mal librado, gracias a las alianzas del soberano de ese territorio con los Arameos de Damasco. Elá, hijo de Basá, fue asesinado dos años luego de iniciar su reinado, en el 875 a.C., hecho cuya culpabilidad se atribuye a Zimrí, quien un par de meses después de cometer el crimen pereció a manos de Omrí, fundador de la III dinastía.
La casa monárquica de Omrí duró cerca de 40 años y a ella pertenecieron Ajab, Acozías y Jorám. En la época de Ajab surge una de las más descollantes figuras israelitas, el profeta Elías, que batalló contra la soberana consorte, Jezabel, debido a que ésta protegía la adoración de Baal, dios de Tiro. En el 840 a.C., los omriitas dejan su puesto a la dinastía de Jehú, un soldado que decidió atacar a los monarcas gracias al consejo de Eliseo.
Los arameos intentaron entonces y por muchos años la conquista de Israel. La dinastía de Jehú, incluyendo a su último representante, Zacarías, tuvo que guerrear continuamente para no perder sus territorios. Zacarías fue muerto por Sallum, y éste a su vez por Menajem. Pegajyá, rey de los israelitas entre el 738 y el 736, murió por la espada de Pégaj, quien se alió con los arameos para atacar a Asiria, con tal mala suerte que al solicitar la ayuda de Ajaz de Judá, este monarca se negó y llamó a los asirios para que arrasaran a Israel y a Damasco, como en efecto aconteció en el 732 a.C. Para terminar la historia antigua de los israelitas, Sargón II dijo haber capturado cerca de 28 mil israelitas cuando terminaba ese siglo de los 700 a.C. Los de Judá, por su parte, lograron preservar por mayor tiempo la pureza de su religión, tal vez apelando al vasallaje que pagaron para permanecer en relativa libertad; no obstante, en el 587 a.C., Nabucodonosor destruyó a Jerusalén y condujo a los judíos hasta Babilonia, donde permanecieron cautivos por 70 años, tiempo que aprovecharon para recopilar las sagradas escrituras.
Años después, los persas les permitieron regresar a su hogar; pero cuando los griegos pasaron a ocupar el poder del Próximo Oriente, Judá fue campo de batalla para sirios y egipcios. De todos modos, sorteando las persecuciones religiosas, muchos judíos llegaron a habitar en Alejandría. En el año 63 antes de nuestra era Palestina pasó a formar parte del imperio romano, y poco más tarde Herodes fue nombrado como su rey, depuesto luego por su crueldad. Cuando en el año 67 d.C. los romanos pretendieron obligar a los judíos a que rindieran culto al emperador del país, una sublevación estalló en el centro de Jerusalén, por lo cual Tito la destruyó casi totalmente. Pocos de los descendientes de los pobladores de Judá se salvaron, y los que así lo hicieron fueron vendidos como esclavos. Es en ese instante cuando los judíos vuelven a ser un Estado sin territorio que habitar, hecho que se solucionaría a mediados del siglo XX de nuestra era, ocasionando los inconvenientes que han puesto tantas veces en peligro la paz mundial.