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Roma

Literatura

El desarrollo de las letras griegas se inicia con Homero, en los tiempos arcaicos, cuando la poesía épica alcanzó su más alto nivel. No obstante que se ha podido conocer la existencia de algunos poetas antes de Homero, como son los casos de Orfeo, Museo y Lino, entre otros, sus obras no han llagado a nuestro tiempo. La épica homérica se desarrolla a través de La Ilíada y La Odisea, en cuyas páginas se narran los triunfos e infortunios de los guerreros griegos de la Antigüedad.
En la primera, la trama gira en torno a la conquista de Ilión —Troya— por parte de la confederación griega a cargo de Agamenón; todo debido al rapto de la esposa del rey de Esparta, Helena, a manos de Paris, hijo del rey de Troya. En este libro se relatan, además, las grandes hazañas de héroes como Diomedes, Áyax, Menelao, Néstor, Telamonio y Ulises.
Precisamente este último es el protagonista de La Odisea, que comienza cuando el prudente Ulises retorna con sus tropas a la isla de Itaca, de la que era rey, pero en este camino es atacado por la cólera de Neptuno, perdiendo la totalidad de sus barcos. Entre tanto en Itaca, Penélope, la esposa de Ulises, es asediada por un sinnúmero de pretendientes que buscan apropiarse de los tesoros de aquél; cuando Ulises regresa a su casa, pobre y sin ser reconocido, mata a los usurpadores y recibe nuevamente el amor de Penélope.
Hesíodo también hace parte de los escritores épicos. Vivió en el siglo VIII antes de nuestra era y, no obstante que se considera el autor de varios poemas, los únicos que se le pueden adjudicar con seguridad son la Teogonía (genealogía de los dioses) y Los trabajos y los días, en el que se dan consejos sobre las labores del campo y la navegación y algunos preceptos religiosos.
En el siglo VI a.C. surgió la poesía lírica, que en la mayoría de los casos era cantada y se acompañaba de algún instrumento musical —casi siempre la lira o la cítara, aunque también se empleó la flauta. Quienes escribían estos poemas eran compositores, y las letras que creaban se adaptaban a la música. Era bastante recordado por los griegos el nombre de Terpandro por sus solemnes cantos litúrgicos o nomos pero ninguno de ellos es conocido en la actualidad. Los más destacados líricos fueron Anacreonte (565 a 478 a.C.), que cantaba a los placeres de la vida, a la existencia cómoda, a los vinos, a la danza y a las flores; Safo (siglo VI a.C.), inspirada cantora del amor, la delicadeza y la pasión; y Píndaro (508 a 428 a.C.), el más grande valor de la lírica en Grecia, reconocido en toda la Hélade.


La leyenda del origen de Roma

Aun cuando algunos romanos se creían descendientes de Eneas, un príncipe troyano, quien habría dejado su ciudad en llamas para llegar a Italia y, al lado de los latinos, edificar a Roma, la mayoría de ellos atendía más a la famosa historia de los dos huérfanos Rómulo y Remo.
Según ella, una de las sacerdotisas del templo de Vesta había sido premiada por el dios Marte concediéndole el don de su amor para procrear un par de gemelos llamados Rómulo y Remo. El rey de la nación los aborrecía, y por ello los tiró a las crecidas aguas del Tíber, de cuya furia fueron salvados por una loba que los amamantó hasta cuando un pastor los halló, los acogió como hijos y se hizo cargo de ellos. Años más tarde Rómulo fundó Roma.
También recordaban los romanos la leyenda de Horacio Cocles, quien se habría enfrentado solo a los etruscos para defender la libertad ya conseguida por su pueblo. Se cuenta que Horacio ordenó a sus compatriotas que derrumbaran el puente que él custodiaba, para evitar así el paso de los opresores; y, luego de dar muerte a varios de ellos, se lanzó al Tíber logrando alcanzar la orilla, en la que lo esperaban sus amigos para agasajarlo.


La conquista de Italia

En un principio todos los pueblos latinos se agruparon para vencer a los etruscos, alcanzando su meta en el año 396 a.C., cuando Veii se rindió luego de un prolongado sitio. Sin embargo, esa victoria no fue la panacea para la ansiada paz de los romanos; en el 387, los galos asolaron a la liga latina y saquearon y quemaron a Roma, con excepción de la fortaleza edificada en la colina del Capitolio, donde se habían refugiado los habitantes de la ciudad, los mismos que, para salvarse, compraron su vida con media tonelada de oro.
Al ver que su deficiente defensa se basaba en una escasa protección de su centro urbano, los romanos se apresuraron a levantar poderosos muros para rodearlo. Algunas aldeas y tribus cercanas vieron en ellos a unos protectores, y por ello les solicitaron que los acogieran como hermanos y les dieran su respaldo. No obstante, otras ciudades asumieron como peligrosa la supremacía que el pequeño emporio estaba adquiriendo, y determinaron asociarse para enfrentarla pero Roma las derrotó definitivamente en el 338 antes de nuestra era, emprendiendo desde ese momento la conquista de toda Italia, ya en calidad de capital del Lacio.
Aunque el interés de Roma no era dominar vastos territorios, en ese momento la realidad era invadir o ser invadida. Los clanes semitas del sur de la península se lanzaron contra los romanos y los doblegaron en muchas ocasiones; pero finalmente fueron abatidos cuando se aliaron a los galos, a los umbrios y a los últimos reductos etruscos en la batalla de Talento, en el 272 a.C., con la que Roma logró consolidar su supremacía.


Las guerras púnicas

Al verse dueños de Italia, los romanos se dieron cuenta del poder que era posible acumular. En la conquista del Mediterráneo, su primer enemigo fue Cartago, a cuyos habitantes los romanos llamaron punos, por lo que las contiendas entre ambas naciones se conocen como Guerras Pú-nicas. El origen del conflicto se dio en un pequeño altercado entre dos grupos de sicilianos en su isla y al que acudieron las tropas de los dos bandos, terminando por enfrentarse.
Como los cartagineses contaban con una especializada flota marítima, los romanos retornaron a su patria con el fin de construir un número de barcos suficientes para dar pelea. En sus naves, habían adaptado grandes plataformas con garfios en los extremos, para extenderlas hacia las naos de sus enemigos, buscando la batalla cuerpo a cuerpo. Así las cosas, las tropas de Cartago fueron abatidas y así los punos tuvieron que regresar a su ciudad para rearmarse, pero los romanos los persiguieron y derrotaron, al punto de tocar las puertas de la fortaleza de los vencidos.
El comandante de los romanos, Marco Atilio Régulo, no contó con que la mayor parte del ejército de sus contrincantes se encontraba aplacando una revolución al sur de su nación, y poniendo extremas condiciones de rendición a los cartagineses los obligó a luchar. A punto de comenzar la riña el griego Xantipio, a la cabeza de los sitiados, dio buena cuenta de los romanos dando muerte a mas de 20 mil, al tiempo que capturaba a otros cinco mil, entre los que se encontraba Régulo.
Luego de permanecer cinco años en calidad de prisionero, Régulo fue enviado a Roma para que convenciera a su pueblo de la paz, con la firme promesa de regresar a Cartago si no conseguía su misión. En su ciudad natal, el abatido general habló ante el Senado y pidió que se atacase con la mayor furia posible a sus engastuladores; posteriormente se dispuso a cumplir su palabra, aunque sabía que esa decisión le representaría la muerte.
Los romanos reunieron todo cuanto tenían y fabricaron más de 200 barcos, y con ellos cayeron sobre los cartagineses y los destrozaron sin piedad en el 241 a.C., poniendo fin a una guerra de 23 años. Sicilia y Cerdeña quedaron bajo su dominio, mientras los de Cartago empezaron la conquista de España, a cargo de Amílcar. Por 20 años se mantuvo la paz; pero cuando murió Asdrúbal, el sucesor de Amílcar, hijo del primero, Aníbal, tomó el mando entre los cartagineses e inició la Segunda Guerra Púnica, atacando a la ciudad española de Sagunto, aliada de Roma, en el 219 antes de la era cristiana.
Aníbal tomó entonces una determinación que lo dejaría muy cerca de la victoria definitiva sobre los romanos. Para él, la única forma de vencer a sus oponentes era llegando hasta su territorio, y por ello emprendió una marcha suicida rumbo a Italia. Después de superar los Pirineos, los cartagineses llegaron hasta el pie de los Alpes, y sin esperar un minuto iniciaron el ascenso a las heladas cumbres. Tras nueve días de camino, y más de 10 mil perdidas humanas, Aníbal y sus hombres llegaron a Italia. En principio, los de Cartago ganaron a los romanos las batallas de Tesino y Trebia, haciéndose señores del norte de la península. A partir de entonces, los invasores avanzaron hacia el sur, cruzando los pantanos del río Arno, arrollando a los romanos en el lago Trasimero y logrando, en el 216 a.C., su más grande victoria en la batalla de Cannas.
Los romanos cambiaron entonces su táctica. Enviaron a España a Publio Cornelio Escipión, quien se apoderó de Cartagena y Cádiz y luego se dirigió al África, amenazando la estabilidad de Cartago. Aníbal fue llamado en el 203 por quienes los habían abandonado, y en el 202 se enfrentó a Escipión en Zamma; el vencedor de Cannas intentó emplear el mismo truco que le había dado el triunfo allí, rodeando a los romanos por todos los flancos, pero el hábil Escipión —llamado después el Africano— sospechó sus planes y los contrarrestó, dejando prácticamente sin independencia a Cartago y condenándola a pagar tributo a sus subyugadores durante 50 años.
Aníbal siguió reinando en su país pero años después los romanos solicitaron su entrega, por lo cual tuvo que huir de corte en corte, siempre buscando que sus aliados se enfrentaran a los romanos. Finalmente, en el 183 a.C., se suicidó para no ser capturado. Pasado el tiempo, las tribus africanas se convirtieron en un serio peligro para los cartagineses, quienes tuvieron que conformar un ejército para defenderse, situación aprovechada por Roma para desatar la Tercera Guerra Púnica que en el 146, luego de cuatro años, logró la completa ruina de Cartago.


Los dueños del mundo

Al término de la Segunda Guerra Púnica, totalmente vencido Aníbal, los romanos se encontraron sin contrincante y tomaron la decisión de buscar uno nuevo, como ha sido la costumbre de todos los imperios hasta la actualidad. Filipo V de Macedonia quiso ayudar a Aníbal en su escapatoria, y por ello puso a su país a merced de Roma, cuando en el 197 a.C., en Cinoscéfalos, y en el 168 en Pindea, los macedonios cayeron, dejando a Grecia en igual peligro.
El descendiente de Seleuco, Antíoco III, rey de Siria, se enfureció al ver a Grecia a órdenes de los romanos y se dispuso a liberarla, pero Escipión fue nuevamente el encargado de provocar la huida de los contrincantes de su patria, al punto de hacerlos retroceder hasta el Asia, en donde los derrotó en la batalla de Magnesia, en el 190. En el 123 a.C., Roma se apropió de las islas Baleares, y en el 122 de las llanuras del Po; en el 167, Egipto había aceptado la protección de los romanos para no sufrir el azote de sus armas. Roma era la dueña de todo el Mediterráneo, el Mare Nostrum, como entonces lo llamaron. En principio, los romanos dieron libertad a las ciudades griegas; admiraban el arte y la cultura que las polis habían desarrollado a través de los años, y consideraban a sus pobladores como los mejores maestros. No obstante, los conflictos entre los griegos continuaban; y cuando éstos trataron de levantarse en contra del dominio romano, el Senado ordenó la destrucción de Corinto y la esclavización de todos los poblados con excepción de Atenas.


La república

Los romanos tomaron la determinación de abolir de su gobierno la forma monárquica, para lo cual, cada año, los nobles elegían a dos personas de confianza que adquirían la dignidad de cónsules para que dirigieran a la ciudad. Con este primer intento no se consiguieron los resultados esperados.
Ante esa situación, los plebeyos se opusieron a seguir luchando por Roma si no se les permitía participar en el gobierno, lo que llevó a la creación de la figura del tribuno (“vocero de los humildes”), quien se encargó de proteger las actividades de sus representados (inicialmente esta representación era llevada por dos personas). Más adelante surgieron nuevos cargos en torno a la administración de la ciudad, como fue el caso de los cuestores, encargados del manejo del presupuesto; los pretores, que ejercían como jueces; y los censores, que elaboraban una lista de ciudadanos con derecho a votar y vigilaban la conducta de éstos.
Como pilar fundamental de la organización social estaba el Senado, cuyo nombre proviene de la palabra latina senex (anciano). Para los romanos, la sabiduría iba de la mano con la edad, y sin embargo sólo los nobles viejos podían ser senadores. También contra esto se levantó el pueblo, que pudo conseguir, a partir de la comitia tributa (asamblea en la que cada voto valía lo mismo que los otros), que cualquiera de ellos pudiera acceder al Senado.
Esta corporación se conformaba de cerca de 300 hombres y era una muestra clara del orden y fervor institucional de los romanos; a ella accedieron representantes de lejanos lugares —incluso de tierras conquistadas—, los mismos que, de no participar activamente en las decisiones, por lo menos traían sus problemas para que les fueran solucionados. Al finalizar la república romana, los ciudadanos humildes habían alcanzado el mismo poder que tenían los ricos en la administración del imperio.


Los dioses romanos

Desde el instante mismo en que la civilización romana tuvo contacto con la griega, el mayor desarrollo cultural de la última se impuso sobre el de la primera, pese a que la fuerza de las armas hacía lo contrario. Los dioses griegos fueron asumidos por Roma como si fueran propios y, no obstante que su culto nunca alcanzó allí la profundidad que había logrado en el de sus creadores (por lo cual los romanos sucumbieron fácilmente al influjo de otras religiones, como sucedió con la cristiana), los latinos celebraban algunas fiestas en honor de las deidades. La representación romana del politeísmo griego se da así

Grecia Roma
Zeus Júpiter
Ares Marte
Apolo Febo
Dionisos Baco
Hera Juno
Deméter Ceres
Hermes Mercurio
Afrodita Venus
Hestia Vesta
Hefestos Vulcano
Artemisa Diana
Poseidón Neptuno
Nike Victoria
Hades Plutón
Atenea Minerva


La avaricia romana

Los romanos, que en los primeros días de su imperio se preocupaban sobremanera por el acatamiento de las leyes, encontraron en las tierras conquistadas una forma de acumular riquezas. A ellas fueron enviados gobernadores y jueces para que se encargaran de cobrar los tributos; en cuyo trabajo los funcionarios acaparaban para sí todas las ganancias, mientras que los plebeyos pasaban en Roma por grandes penurias. Senadores, cónsules, tribunos, cuestores, pretores y censores se corrompieron a causa del dinero, generando la desaprobación del pueblo.
Cerca de 20 años después que Roma alcanzara su máximo nivel como imperio, una guerra se suscitó al interior de su territorio. Los hermanos Tiberio y Cayo Graco fueron muertos por defender la causa democrática. Ante las guerras que se libraban en las fronteras, el Senado permanecía impasible, razón por la cual el pueblo debió comisionar a un labriego llamado Mario para que defendiera a la nación. A su regreso, el victorioso Mario empezó a dictar leyes decididamente favorables a los pobres; los ricos entonces formaron un gran ejército y lo pusieron al mando de Sila, quien al vencer a Mario marchó hacia Oriente.
Los plebeyos asesinaron a varios senadores y Mario fue cónsul por última vez, ya que murió mientras ejercía su cargo. Tras cinco años de su partida, Sila regresó y asumió de inmediato poderes dictatoriales, poniendo ante los ojos de los romanos el presagio del fin de la república. Sila fue sucedido por su yerno Pompeyo a petición del pueblo.


El gran triunvirato y el poder de César

Pompeyo partió a Oriente para aplacar los ánimos de algunos pueblos alzados contra el imperio, momento que fue aprovechado por Julio César, nacido en el 102 a.C., para presentarse como candidato al consulado, pero la muerte de su benefactor, el desleal Catilina, lo dejó con ínfimas posibilidades de alcanzar su objetivo. Sin embargo, en el año 62 Pompeyo volvió a Roma y se presentó ante el Senado, solicitando tierras para sus tropas y el acatamiento de los tratados de paz firmados con los pueblos de Oriente. César sacó ventaja para hacerse amigo del pacificador de Asia, y, en compañía del adinerado Craso, lo convenció para que en un acto totalmente inconstitucional se dividieran a Roma, dando origen al Gran Triunvirato.
Los triunviros se repartieron el imperio de la siguiente forma Pompeyo tomó para sí las zonas de España y África, Julio César se quedó con las Galias —la actual Francia—, y a Craso le tocó Siria. César pudo mostrar entonces su sabiduría en el arte de la guerra y se enfrentó con ferocidad a las tribus que ocupaban los territorios que hoy pertenecen a germanos, belgas y holandeses, venciéndolas a todas. En su obra Comentarios, cuenta a los romanos la manera como llegó a la Gran Bretaña y doblegó a los habitantes de la isla, que eran aún salvajes y pintaban su cuerpo de extraños colores, en particular de azul. En tanto que César hacía las veces de conquistador, Craso murió, y, mientras Pompeyo, representante de la clase alta, pudo conservar su ejército, Julio César fue instado a dejar el suyo inmediatamente, so pena de recibir castigo por desobedecer las leyes del imperio.
El límite entre Galia y Roma era el río Rubicón, y su paso era la línea prohibida a César. No obstante, en el 49 a.C., el general ordenó el cruce de las aguas y la pronta llegada a Roma. Al paso de las tropas, muchos campesinos se le unían y la victoria en batalla era inevitable, pero César impidió el derramamiento de sangre perdonando la vida de sus enemigos. En ese mismo año los contingentes cesarinos se dirigieron a España, donde hicieron rendir a los soldados leales a Pompeyo; luego avanzaron hacia Grecia, en el 48, arrasando a los comandados por el segundo triunviro con vida, el mismo que hubo de escapar hacia Egipto, donde poco después fue asesinado. César se dedicó entonces a aplacar a todos lo pueblos que se le oponían y pensó en imponer definitivamente la monarquía, pero el Senado y el pueblo no podían dejar de lado la participación gubernamental que tenían con la república. Pocos meses después de estar a cargo de todo el imperio, en el año 44 a.C., sin haberse nombrado aún rey pero con bastantes intenciones de hacerlo, Julio César fue asesinado por varios de sus más allegados colaboradores. La oración fúnebre que uno de los protegidos de César, Bruto, dijo ante la tumba de quien tanto lo había ayudado fue “César me adoraba y lo lloro. Era afortunado y por eso estoy alegre. Pero era ambicioso y por eso lo maté.


La división del imperio

Quienes habían dado muerte a César esperaban ver nuevamente establecida la república, pero el Senado y todos los estamentos gubernamentales ya se habían acostumbrado al mandato de un solo hombre. En ese momento Roma contaba con varios personajes capaces de asumir tal responsabilidad, entre ellos Marco Antonio, Octavio, Lépido, Bruto y Casio, estos dos últimos a favor de la república. El joven Octavio se dio cuenta de que la única forma de adquirir poder era a partir de las armas, y por ello se hizo comandante de varios ejércitos, luego de lo cual recibió el nombramiento de cónsul. Posteriormente, unido a Lépido y a Marco Antonio, Octavio conformó el Segundo Triunvirato, cuyo fin primordial fue enfrentar a los republicanos.
En el año 42 antes de nuestra era, las tropas de Bruto y Casio estaban acampando en la zona de Filipos, en Macedonia, cuando se vieron atacadas por los triunviros. En corto tiempo, la victoria favoreció a los generales Octavio y Marco Antonio, posibilitándoles el fraccionamiento del imperio en dos partes; mientras el primero se quedó con Roma y los territorios occidentales, el segundo pasó a gobernar en Oriente. Octavio empezó entonces a deshacerse de sus rivales en el poder. Primero lo hizo con Lépido y un hijo de Pompeyo, y más adelante vio en Marco a otro probable inconveniente. En el Oriente, Marco Antonio había conocido a Cleopatra, e instado por ella decidió construir un gran imperio pero de características griegas. La reina egipcia siempre supo sacarle partido a su hermosura. Con anterioridad, César le había servido y ahora Marco Antonio acudía presto a todos sus llamados.
En el 32 a.C., Octavio marchó para enfrentar a los que intentaban robarle lo que él creía propio. Marco Antonio y Cleopatra unieron sus ejércitos pero en la batalla marítima de Accio la reina huyó, seguida por su aliado romano; en sitio seguro, Cleopatra hizo creer a Marco Antonio que había muerto, y éste se suicidó. A la llegada de Octavio, las tretas y los coqueteos volvieron a presentarse, pero el futuro emperador no les brindó su atención. La reina egipcia, a sabiendas de que si se le conservaba viva sería exhibida en Roma, se dejó morder por una serpiente cuyo veneno le ocasionó la muerte.


El primer emperador

A su llegada a Roma, Octavio quiso entregar al Senado el comando del ejército, pero el cuerpo legislativo lo confirmó como general de las tropas y le ajustó los títulos de Emperador, Augusto —dignidad conferida exclusivamente a los dioses, hasta ese momento— y César, designándolo como único gobernante de todo el imperio. Al comienzo de la época del primer Augusto, Roma vivió sosegadamente y experimentó su período de mayor grandeza cultural. El emperador era un hombre de costumbres sencillas y como tal trató de infundir en los ciudadanos sus mismas inquietudes.
Octavio se preocupó por restablecer algunos cargos administrativos de la república que habían sido desechados por los dictadores. También estuvo al tanto del adelanto de los trabajos en los templos, carreteras y edificios públicos que ordenó construir. Cada vez que terminaba su período, el Senado lo reelegía sin que se escuchara protesta alguna del pueblo. Florecieron grandes escritores como Horacio, Ovidio y Virgilio, con su espectacular poema épico La Eneida. En el año 14 después de Cristo, cuando murió, Octavio fue honrado con la construcción de un altar. Los bárbaros ya empezaban a mostrar su fuerza, la misma que acabaría con el imperio; y Jesús de Nazaret comenzaba a evolucionar en su mente las doctrinas que, posteriormente, pondrían fin al politeísmo de griegos y romanos.


El cristianismo

A 30 años de que Octavio fuera emperador, y mientras Jerusalén era gobernada por Herodes el Ascalonita, nació en Belén el esperado salvador, Jesús. La mayoría del pueblo judío, pese a que era constantemente azotado por los impuestos y las iras de su mandatario, no aceptó que el hijo de José y María fuera su Mesías.
Muchas conjeturas se han tejido sobre los primeros años de la vida de Jesús, pero sólo a partir de los 30, cuando inició la predicación de sus enseñanzas, se puede hablar de él. Recorriendo Judea, Samaria y Galilea en tres años de ardua labor, repartió paz entre quienes lo escuchaban, pero increíblemente cuando su fuerza se hacía más grande comunicó a sus apóstoles que su tiempo estaba por concluir. Luego de la muerte de Jesús, los apóstoles comenzaron por predicar las doctrinas de su maestro en la región de Judea, estableciendo comunidades religiosas alrededor de templos en los que gobernaban los obispos. Posteriormente, la rápida multiplicación de los adeptos a las creencias de Cristo hizo posible el paso de los evangelizadores a otras zonas, como la de Antioquía, en Siria, donde los leales a aquella fe empezaron a hacerse llamar cristianos.
La famosa “buena nueva”, es decir, el Evangelio, se propagó en pocos años. En el 42 Pedro viajó a Italia, y en el 54 se estableció en Roma para comandar desde allí a todo el cristianismo. No obstante, fue Pablo, llamado originalmente Saulo, quien en su calidad de romano y sin haber conocido a Jesús pasó a ser el más grande apóstol de la Antigüedad; su labor se extendió desde Damasco hasta Grecia, España, la península Balcánica e incluso parte de Italia.
Cada uno de los nuevos convertidos al cristianismo se esforzaba por seguir de la mejor manera las normas de su religión. Los ricos vendían sus pertenencias y los pobres ayudaban con lo poco que poseían a sus vecinos y enfermos. Día a día la cantidad de adeptos a los mensajes de Cristo aumentaba, desatando una ola de persecuciones que comenzaron a verse de parte de los fariseos, aunque sin mayores consecuencias.
Roma, como había sido su costumbre, permitía que los pueblos sometidos por el imperio conservaran sus tradiciones y aun su religión. Mientras que los viejos cultos heredados de los griegos fueron la adoración de los romanos, se permitió a los cristianos fundar sus templos y comunidades, pero cuando los emperadores pasaron a ser alabados como deidades, con la oposición de los seguidores de Jesús, cambió totalmente la situación. En un comienzo todo se limitaba a las críticas y burlas en la persona de quienes dejaban dominar sus vidas por un dogma, despreciando los viejos cultos que no exigían más que el sacrificio o las fiestas en honor de los dioses. Pero cuando los seguidores del cristianismo se incrementaron notablemente, el imperio romano vio en peligro el orden de sus instituciones.
Muchos emperadores, desde Nerón, pusieron en marcha planes de erradicación cristiana. Siguieron luego Domiciano, Trajano, Marco Antonio y Decio. Diocleciano fue el último Augusto que trató de erradicar de Roma el cristianismo; más adelante, Constantino se convirtió a la doctrina de Jesús, siendo el primer emperador romano en abrazar los dogmas de Jesús. Luego, Teodosio, a finales del siglo IV, cerró los templos paganos y prohibió definitivamente los sacrificios. En el siglo V, al arribo de los bárbaros, la Iglesia fue la única fuerza capaz de mantener cierto estado de evolución cultural, rescatando los valores positivos de las ruinas del imperio y dándolos a conocer a los recién llegados. De igual modo, fiscalizó la actuación de los reyes y adquirió poco a poco el inmenso poder que la llevó a ser parte fundamental del Estado en los gobiernos europeos.


Los grandes monumentos

El arco utilizado en las construcciones de los edificios de Roma parece haberse originado en Sumeria, de donde seguramente pasó a manos de los etruscos para terminar en poder de los romanos. Debieron de pasar muchos años antes que al arco lograra la solidez y funcionalidad que finalmente consiguió; en ese momento sus ventajas sobre la columnas y los travesaños saltaron a la vista. El arco soportaba más peso que los pilotes, y su belleza no era en modo alguno inferior a la de ellos.
En un comienzo los romanos emplearon al ladrillo como material, pero la cercanía de las zonas volcánicas, y así de la cal, los llevó a pensar en el concreto. Así, en Roma se perfeccionó el empleo del cemento reforzado, y muchas de sus construcciones ostentan la fortaleza de ese elemento. No obstante, el esplendor de los monumentos en piedra de los griegos cambió las concepciones de los latinos, y en el gobierno del primer Augusto las ciudades del imperio fueron cubiertas con láminas de mármol, como un presagio del desarrollo arquitectónico que se avecinaba. Los romanos fueron especialistas en la construcción de acueductos, tanto así que algunos de los alcantarillados que levantaron podrían ser empleados en la actualidad; en el caso de la Cloaca Máxima, un túnel de piedra que hace las veces de desaguadero del Tíber, la estabilidad de su canal principal es tal que aún está activo.
En cuanto a los templos y palacios, en su mayoría habían sido copiados de los griegos pero la implementación de los niveles, que daban mayor altura a los edificios, y de otras características de diversas culturas, hicieron que obras como el Panteón, el Coliseo, la Maison Carré y los arcos de Constantino y de Tito se convirtieran en muestras inolvidables del maravilloso arte de la construcción en el imperio romano.
De igual manera, la piedra se hizo el mejor aliado de la índole ostentosa de los emperadores, ya que todas sus hazañas eran grabadas en ella como para dejar un imperecedero recuerdo estampado en la memoria de quienes las observarían siglos después. Es ese el caso de la columna esculpida en el Foro de Trajano, en la cual están marcadas las célebres batallas de este César.
Pese a que los templos, las esculturas, los dibujos y todas las manifestaciones artísticas de griegos y romanos parecen fundirse en una sola, la diferencia primordial reside en la búsqueda que cada uno de estos pueblos reflejaba en sus trabajos. Mientras que los griegos perseguían la perfección, los romanos estaban más atraídos por la grandeza y el abarcamiento de más terreno, incluso a partir de su arte.


Los últimos julianos

El único varón de la familia de Octavio que permanecía vivo a la muerte de éste fue Tiberio, su hijastro. El Senado lo eligió emperador gracias al apoyo que tenía en el ejército, pero el pueblo estuvo siempre en contra de él, no sólo porque no apoyaba los espectáculos públicos, como siempre lo habían hecho los gobernantes, sino igualmente porque su actitud hacia los asuntos de la administración fue siempre despreocupada.
Tiberio, que sentía gran aversión por el pueblo y hasta por el Senado, constituyó un grupo de espías para que le informaran sobre las actividades de sus opositores, a quienes hacía matar. Cansado de los asesinatos, el Senado tuvo que intervenir severamente y Tiberio decidió salir de Roma y dirigirse a la isla de Capri; en su lugar dejó a su secretario Sejano, pero más tarde lo mandó asesinar por traidor. A su vez, la guardia del segundo emperador se volvió contra él, causándole la muerte.
El sobrino del César muerto, Calígula, gobernó a Roma desde el 37 hasta el 41, pero su locura lo convirtió en uno de los peores mandatarios de la ciudad. Su caballo, Incitato, tuvo que ser adorado como dios, al tiempo que sus caballerizas eran rodeadas de jardines de oro y piedras preciosas. La guardia imperial, cansada de su demencia, lo ejecutó y puso al comando del imperio a su tío, Claudio, quien restableció el orden y se encargó de fijar leyes en favor de los esclavos.
Luego de 14 años como emperador, del 41 al 54, Claudio fue envenenado por su esposa Agripina, madre de Nerón, quien asumió el poder en calidad de heredero. En los primeros años del mandato de Nerón, el filósofo Séneca fue su consejero, pero en el momento en que el César se dio cuenta del poder que estaba alcanzando el sabio, lo retiró del cargo y se encargó él mismo de tomar las decisiones atinentes al gobierno.
La crueldad del Augusto se hizo manifiesta cuando impartió las órdenes de inmolar a su antiguo colaborador, Séneca, al poeta Lucano, a su esposa Octavia y hasta a su propia madre, que le había puesto en el trono. Nerón adoraba el arte en todas sus expresiones y particularmente la música y la poesía. Constantemente visitaba las regiones griegas en las que se celebraban festivales y se hacía coronar como ganador. Cuenta la historia que, mientras Roma se consumía en las llamas de un incendio, que se le atribuye al César pero que parece haber sido accidental, el emperador declamaba ante sus amigos, en la terraza de su palacio, los versos de la quema de Troya elaborados por Virgilio. La destrucción de Roma fue aprovechada por Nerón para castigar a los cristianos, cuya religión empezaba a ser escuchada por las clases altas de la ciudad mientras que en el seno de los plebeyos su culto era cotidiano. Sin embargo, en su gobierno, que se extendió desde el 54 hasta el 68, el último de los julianos otorgó la libertad a Grecia, apoyó la bondad con los esclavos y levantó a Roma de sus cenizas.


La época intermedia del imperio

A la muerte de Nerón, varios quisieron apoderarse del cargo de emperador, entre ellos Galba y Otón, pero en el 69 un personaje salido del pueblo, Vespaciano, emergió como el nuevo César, emprendiendo de inmediato una campaña para sanear las instituciones, fuertemente maltratadas durante el reinado de los julianos.
Vespaciano formó una clase de nobles entre quienes lo respaldaban, tratando de excluir del poder a la vieja y corrupta aristocracia; sin embargo, fue en su mandato cuando se efectuó la toma de Jerusalén, que culminó con la muerte de millares de judíos. Este Augusto avanzó notablemente en la construcción del Coliseo de Roma, con capacidad para 50 mil espectadores, y su hijo, Tito, culminó la obra durante su corto gobierno, del 79 al 81. Domiciano, hermano de Tito, lo sucedió en el trono; durante los 15 años en que ejerció como emperador, tuvo que afrontar los constantes ataques de los bárbaros en los límites del imperio, al igual que Nerva, que fue Augusto entre los años 96 y 98. El hijo adoptivo de Nerva, Trajano, gobernó desde el 98 hasta el 117. Sus ambiciones de conquistador lo hicieron partir con sus tropas en pos de los territorios de Dacia, Armenia, Arabia y Mesopotamia; pero cuando llegó hasta el golfo Pérsico, dándose cuenta de lo lejos que estaba de sus lugares de abastecimiento, emprendió el regreso, en cuyo transcurso murió. Su sucesor, Adriano, cambió de plano los dogmas del ejército romano, modificando su número por la efectividad de sus guerreros y fortificando las defensas de los países que, por su lejanía, eran poco accesibles a los grandes contingentes. Además, en el 135, expulsó de Jerusalén a los judíos, obligándolos a dispersarse por el resto del mundo sin un suelo propio en el cual vivir.
Antonino fue elegido como emperador en el 139 y su tarea básica fue continuar las reformas de su antecesor, mejorando la calidad de vida en las ciudades y apoyando la cultura en todas sus formas. Marco Aurelio, del 161 al 180, llegó al poder luego de casarse con la hija de Antonino, Faustina, y tuvo que sofocar desórdenes en las regiones que dominaba el imperio; este Augusto sobresalió por su piedad con los vencidos, poseedor de grandes calidades humanas y filosóficas; no obstante, fue él quien decretó la cuarta persecución contra los cristianos pero no lo hizo por las creencias religiosas, como hasta entonces había sucedido, sino por su fuerte oposición a los poderes del emperador.
El hijo de Marco Aurelio, Cómodo, fue asesinado 12 años después de tomar el comando del gobierno, y por ello los soldados del Danubio pusieron como mandatario a Septimio Severo, quien reunificó el imperio a costa de la vida de numerosos jóvenes, causando escasez de mano de obra y de combatientes, y con ello el debilitamiento de Roma.


La caída del imperio

Luego de la muerte de Septimio, en el 211, los emperadores romanos fueron militares, ya que ellos eran los únicos capaces de pelear con fuerza por el trono. Uno de los más destacados fue Aureliano, bajo cuyo mando Roma pudo resarcirse y recuperar al Oriente, así como a Francia, España e Inglaterra. Sin embargo, en el 275, tras cinco años en el poder, un grupo contrario le dio muerte y se disputó la calidad del mandato absoluto durante una década, hasta que en el 285 Diocleciano se impuso a los demás e instituyó la tetrarquía, dividiendo al imperio en cuatro partes, dos gobernadas por emperadores, él mismo y Maximiliano, y las restantes en manos de dos césares, Galerio y Constancio Cloro.
Un par de medidas impuestas por Diocleciano hicieron que su reforma, inicialmente benéfica para la nación, terminara por fracasar. La primera de ellas fue el aumento en los impuestos, como una manera de conseguir más dinero para mantener el elevado número de combatientes que existía; y la segunda, permitir que soldados de otras nacionalidades ingresaran al ejército romano, incluso algunos reductos bárbaros. Al principio sus ideas generaron prosperidad, pero el emperador quiso que todos sus súbditos lo amaran a partir del exceso de riqueza, y convirtió a Roma en una ciudad de estilo oriental, erigiendo duques y condes, por lo que el bienestar se vino abajo.
En el 306, Diocleciano abdicó y obligó a Maximiliano a hacer lo mismo. Los dos césares se dijeron augustos y nombraron dos césares en su reemplazo. No obstante, la muerte de Constancio acabó con la tetrarquía y ocasionó un estado de guerra interior en busca del trono. El hijo de Constancio, Constantino, se hizo único emperador en el 306 y en el 313 promulgó el Edicto de Milán, con el cual terminaba la persecución sobre los cristianos, dando uno de los primeros pasos hacia su conversión a la religión de los apóstoles.
Constantino trasladó la capital del imperio a la antigua Bizancio, levantando una ciudad a la que dio el nombre de Constantinopla. Su cuñado, Licinio, lideraba algunas zonas del Oriente, pero Constantino lo venció y unificó el país. En el 325 celebró el Concilio de Nicea, que intentaba mellar las asperezas entre Arrio y Atanasio; al final, Atanasio salió victoriosos y la iglesia cristiana explicó el misterio de la Trinidad y dio a conocer el símbolo de la fe.
En el 337 murió Constantino, quedando su enemigo Juliano, con quien se encontraba en guerra, como emperador. Tanto este como los césares que le sucedieron vieron en sus dominios los signos inevitables de la decadencia.
A Partir del 375 estuvo en el poder un gobierno tripartito y compuesto por Teodosio, Valentiniano II y Graciano; muertos los dos últimos, Teodosio dio a Roma su última época de unidad, ya que a su muerte repartió los territorios del imperio entre sus dos hijos, Arcadio, a cargo del Oriente entre el 395 y el 408, y Honorio, dueño de Occidente hasta el 423. A la muerte de Honorio, Valeriano tomó el control de Occidente, en su fase final de decadencia.
En el 455 es saqueada Roma por Genserico. El fin del imperio romano occidental llegaría en 476, cuando el rey de los hérulos, Odoacro, depuso a Rómulo Augusto, el último emperador.